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Hubiera sido una injusticia

El resultado nos dice que nos quedamos en el segundo lugar, otra vez, y la crónica marca que hubo muchos puntos en común entre la final de Santiago y la del Maracaná, con un año de diferencia. Que los mejores no aparecieron en la última, que la indisponibilidad de Di María, que el cero en los dos arcos, que la posesión de pelota perdida, que el aislamiento de Messi, que la discusión sobre los cambios, etc, etc. De todo esto podemos debatir, discutir o lamentar semanas enteras.

Pero hay otra mirada que debe hacerse y que poco tiene  que ver con la pelota, acaso la mejor distracción para que no se haga foco en lo más importante.

Argentina jugó las 2 últimas finales más importantes del fútbol internacional y pudo haberlas ganado. A las 2. Si Palacio definía por abajo o si Higuaín le ponía tiza al taco en 2014, si Agüero la peinaba al segundo palo o si Lavezzi pateaba al arco en el minuto 93 el sábado en Chile. En cualquier caso hubiera sido un desatino, no para estos muchachos que “bajan” a la Selección sólo para perder prestigio y descanso en lugar de quedarse allá arriba, en el primer Mundo, disfrutando de sus vacaciones antes de emprender una nueva temporada en sus paraísos futboleros.

Ser campeones hubiera sido injusto para un país que ha destruido su pasión. No tenemos ni siquiera la posibilidad de ver un partido con gente de dos opiniones e ir a la cancha, incluso a trabajar, es toda una aventura. Tenemos una federación signada por la duda, la desconfianza y el desmanejo económico. Hemos exportado la corrupción y hasta la FIFA ha tomado las medidas acaparadoras de poder entre las que vivimos desde hace más de 30 años.

Como si fuera poco, hubiera sido injusto para nuestros competidores, que, al menos desde lejos, parecen haberse instalado del lado de la coherencia con la intención de que los resultados lleguen por la continuidad del trabajo.

Alemania es el manual de la convicción. Desde Klimsmann y fundamentalmente a partir de Low no le importó ninguna derrota ocasional. Eso le sirvió para erigirse como el mejor equipo del planeta, sin prisa y sin pausa, arribando al éxito con virtuosismo.

Chile abrazó una idea a partir de Bielsa. Encontró una identidad y no retrocedió hasta “ganar algo”. Evolucionó, claramente, y más allá de los beneficios lógicos con los que gozó en este torneo subcontinental, la “roja” fue el mejor y lo demostró en la final ante el gigante argentino.

En el mismo tiempo en que Alemania y Chile fueron edificando sus proyectos por nuestro equipo pasaron Pekerman, Basile, Maradona, Batista, Sabella y Martino. Queda expuesto que la política del “todo pasa” no nos ha llevado a ningún lado.

Nos emocionamos con el juego del equipo del “Tata”, nos subimos a la euforia por las producciones contra Colombia y Paraguay, pero nos olvidamos de lo más importante. A nuestro fútbol le falta base, seriedad y certidumbre. Es inmoral pedirle a un puñado de futbolistas, que se destacan en un escenario absolutamente diferente, que oculten nuestras miserias por amor a la patria.

Más allá del dolor, de la frustración y de la bronca por ver a los nuestros colgarse la medalla del segundo, hay que reconocer que ser campeón hubiese sido un despropósito.